Siempre que miro al cielo cuando es de noche, y se mira tan bonito, me pongo a imaginar, y de vez en cuando pasa alguna estrella fugaz y le pido algún deseo. Ser más bonita, que haya más y mejor trabajo, que algún día me gane la lotería para sacar a mi papá de trabajar, casarme con un chavo guapo y de lana, así como en las novelas, y tener niños rubiecitos y hermosos. Le pido millones de cosas. Dios, nuestro señor que está allá en el cielo, nos da la oportunidad de pedir cosas, y cuando deja pasar una estrella fugaz, es como si me avisara que puedo pedir lo que quiera. Entonces cierro mis ojos, aspiro el olor a tierra, y digo algunas palabras en mi cabeza, esperando que se cumplan.
La menor de cinco hermanos, todos hombres, y yo… digamos que mi padre nunca pensó en hacer fiesta cuando visitó el hospital en el que mi madre me parió, y le dijeron que había tenido una hembra. Criada en el barrio, sucia por las calles arenosas y llenas de piedras, charcos de lodo, gente, niños jugando fútbol hasta tarde, y hermanas mayores que se vieron en la necesidad de suplir a sus madres ausentes. Ahí, donde los sueños están abandonados a fuerza de tanta desilusión y falta de oportunidad, ahí donde quien tiene un peso de más es millonario y quien tiene uno de menos es de la banda. Entre perros callejeros, piojos, liendres, agua de la llave, casas que no se parecían nada a las que salen en la tele, ahí crecí yo.
Pequeña lepa de piel morena, cabello ondulado, largo y casi tan oscuro como mis ojos. Flaca, muy flaca, pero muy fuerte. Quizá si cualquier persona de cualquier lugar del mundo, me viera, no daría ni tres pesos por mí.
Siempre fui vanidosa, quería ser como mi mamá, nunca la veía mucho, pues ella se pasaba la vida trabajando en la maquila para poder ayudarle a mi papá, un albañil, con el gasto, no había de otra. Ella era muy bonita, tenía una figura muy linda, sus piernas parecían las de una muñeca de caricatura, de esas muy delgadas de chamorro y muy anchas de muslo. Caderota, cinturita, y un enorme par de melones. Muy morena, como yo. Dicen que me parezco a ella, pero favor que me hacen, ni qué esperanzas que fuera yo a verme así.
Un día, se la llevaron, yo creo que por bonita.
Yo no supe nada, tenía como 15 años, cuando mi mamá nomás nunca llegó. Entre la confusión que le causaba la situación, sumado al alcohol y la cruda de la noche anterior, mi padre asumió que ella se había hartado de su mal carácter y que se había largado por ahí con algún galán más joven, o más guapo, o con billetes.
Ya sabía de algunas mujeres, algunas madres que habían abandonado a sus hijos. Muchas de mis amigas ya no tenían mamá porque “se la había tragado el desierto”.
-: “Entonces ¿mi jefa ya no volverá, apá?
-: “No, pos quien sabe mija, la golfa de tu madre yo creo se hartó, se fue con las otras pirujas de la colonia, ha de andar “por ai” de puta”.
Había visto en la tele, que las mujeres que hacían eso, casi siempre regresaban, y pedían perdón a su esposo y a sus hijos. De verdad esperaba que esta fuera una historia digna de La Rosa de Guadalupe, o uno de esos programas que Doña Chonita, la señora más chismosa y fodonga del barrio, ponía en su tiendita. Sin embargo, en la escuela nos decían que tuviéramos cuidado, que no nos vistiéramos con falditas ni escotes y en todos lados veía cartelones que decían que nosotras las mujeres nos cuidáramos, que no anduviéramos solas de noche; había escuchado algunas historias escalofriantes de mis amigas, me decían que sus madres habían desaparecido y después de mucho tiempo las habían encontrado muertas en alguna parte, ya hechas hueso con pelos.
El corazón se me salía por la boca, era una de esas veces en las que no quieres preguntar pero debes hacerlo, así que cuentas hasta tres, inhalas mucho muy fuerte, hasta que sientas que tus pulmones ya no pueden agarrar más aire y decides hacerlo, pero luego te arrepientes. Repites todo el procedimiento hasta que finalmente sale algo de tus labios.
-: “apá…”
Ya era muy tarde para arrepentirme, ya había dicho la primera palabra, tenía que soltar la pregunta completa.
-: “¿Por qué dicen que a muchas mujeres se las ha tragado el desierto? ¿Crees que mi amá sea d’esas? ¿Y si no se fue con un güey? ¿Y si se la llevaron apá?”
El viejo enmudeció. Creo que su resaca no le había dejado imaginar la posibilidad de que tal vez mi madre no le puso los cuernos. Era bastante lógico. En este país eso es pan de cada día, sobre todo al norte, tan al norte, que a veces pareciera que nos salimos del mapa y por eso no nos toman en cuenta. Mi mente infantil, pero no por eso estúpida, empezó a formar muchas preguntas y respuestas a la vez, cientos de pensamientos e ideas con imágenes, pero algo más me causaba curiosidad.
-: ” Apá … ¿Quién se las lleva?”
En ese momento, el sujeto canoso que no pasaba de los cuareta y tantos, pero que tenía aspecto de muchísimo más edad, soltó la cerveza Carta Blanca que tenía en la mano, me miró como si le hablara en chino. Siempre nos dijeron que llorar es para las viejas, que los machos no lloran, pero en esta ocasión mi apá estaba a nada de chillar. Podía ver como sus ojos se iban inundando segundo a segundo, y la cara enrojeciendo, cuando de repente, se paró de la mecedora, y fue corriendo hacia algún lugar.
Nunca nadie aclaró mi duda. Nunca supe quién se llevaba a las mujeres.
Así pasaron las horas, los días, las semanas… pasó un mes. Ya de noche, estábamos mis hermanos y yo viendo la tele, era domingo. Mirábamos todos los homenajes que le hicieron a una cantante famosa que se murió, todo lleno de flores y moños negros, y ponían sus canciones, que a mí me gustaban un chorro. Recuerdo que alguien tocó muy fuerte la puerta. Mi papá ya estaba dormido, así que fue Johnathan, el mayor de mis hermanos, a abrir. Yo sólo recuerdo que escuché una voz muy grave que preguntaba por mi jefe. Miré por la ventana y le rogué a las estrellas que no fueran noticias malas de mi mamá. De repente, como si fuera un balonazo en la cabeza, me dieron la noticia de que la habían encontrado. Sí, la habían encontrado, en partes, pero ahí estaba.
El día siguiente, nos dieron una bolsa negra en donde decían que estaba mi jefa. Tenía todo por sin ningún lado. Parecía que habían guardado una de esas muñecas que se desarman. Un brazo por aquí, un pie por allá. Mi pobre amá no tenía ni pies ni cabeza, estaba hecha pedazos.
No sé qué esperaba yo, pero no fue lo que sucedió. Cuando mueren los artistas, la gente llora, se pone triste, los pasan en las noticias, salen en las revistas, todo mundo sabe lo fea que fue su muerte, y se lamentan. “Pobrecito/a murió por una sobredosis” ¿saben qué? Mi jefa no murió por andarse metiendo chingaderas en la nariz, ni por andar inyectándose mamadas, murió por que a alguien le pareció que debía hacerlo mientras ella caminaba de la maquila a su casa, cansada por la jornada larga, con los pies llenos de ampollas por que los zapatos le quedan chicos, con el único deseo de llegar a dormir para levantarse la mañana siguiente a tener un día igual que ese, para medio vivir con lo poco que le pagan.
Ella no salió en las noticias, no le hicieron un homenaje ni recibió flores de parte de los que salen en la tele. Ni siquiera se dieron prisa para buscarla. Fue una muerta más. Otra cruz pintada de rosa, en medio de las demás. Ahí, perdida en el desierto, tal y como estuvo durante un mes.
Desde ese día, nada volvió a ser igual. La vida, de por sí no era fácil, ahora, sin mi mamá era aún más complicado subsistir día tras día. Las horas se me iban pensando en que alguien me seguía y me iba a llevar junto con ella.
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