TRES
Lily es hermana del Ojos. Ella y yo estábamos en cuarto año de primaria. Ella estaba en la Ramón y yo en La Paz. Mi jefa se aferró a meterme al Colegio La Paz el primer año en el que lo hicieron mixto. Ahí estudiaban mis primas. Yo era el único infeliz del barrio que iba a una escuela privada.
Ahí sentí la primera disyuntiva en mi vida: muy fresa para cliquear en el barrio y muy jodido para ser totalmente aceptado entre los niños, o más bien las niñas cherrys de La Paz. Pero pues ni pedo. A esa edad uno decide pa’ dónde ni cuándo. Ahí estaba yo, obligado a saludar con la cruz por delante, cada que entraba la maestra a empezar la clase. Teníamos que decir “Alabado Sea el Verbo Encarnado” y la maestra respondía: “Para Siempre, Amén”. Pinches colegios católicos. Seguro hartan a Dios. Desde entonces he pensado que a Dios le cagan las monjas, sobre todo las que trabajan en colegios.
La que nunca marcó diferencia conmigo en el barrio, además de Vicente, fue la Lily. Esa morrilla era con madre. Siempre que jugábamos a las escondidas, ella me agarraba de la mano y me llevaba a escondernos en el mismo lugar. Si estaba oscuro me abrazaba, que porque le daba miedo. Cuando decía que iba a la tienda a comprar una paleta, siempre volvía con dos. Una para mí. Me la daba a la sorda. Una vez me dijo que no me compró porque nomás traía 50 centavos. Se sacó la tutsi de su boquita tierna y la puso en la mía. Yo nomás sentí cosquillitas en el escroto. “Póngase al tiro, hijo, porque la Lily es bien acá”. Me decían varios de la cuadra. Y yo me preguntaba ¿bien acá de qué, o qué? Si es porque me agarra de la mano, a mí eso se me hace chido.
Mi jefa a cada rato salía a la disco con vatos o con sus amigas. Una que otra vecina tiraba paro para cuidarme de noche. Las dos o tres rucas con las que mi jefa no había tenido bronca. Esa noche la que hizo el paro fue Gaby, la güera, mamá de Lily. El Ojos se había ido a quedar con su abuela, allá por Abastos. Gaby se tomó como dos caguamas y se quedó roladota. Lily ya traía puesta ropa para dormir. Me acuerdo que se paró en el marco sin puerta del cuarto de su carnal, a donde me mandaron a dormir a mí.
─ Mauri, ¿te enseño un secreto?
Yo nomás dije que sí con la cabeza y ella se levantó lo que era una especie de camisón, y me enseñó algo que parecía una ostioncita rosa. Más rosita que su boca. La mera neta me dio poquito miedo pero quise agarrársela. No me dejó porque dijo que su mamá de repente se despertaba. Me dijo, “si quieres, mañana jugamos a las escondidas.” Me dio un beso en los labios y se fue corriendo a su cuarto. ¡Alabado Sea el Verbo Encarnado!
─ ¡Viz, Vicente!, eh we, ¡Me coché a la Lily! Bueno, yo digo ¿eda? ─ Le conté la escena. No paró de reír en casi dos minutos.
─ Pinche Mau, me re cae que te falta un chingo de barrio. Eso no fue ni atracar. Pero como estas bien pendejo, a huevo que tampoco sabes qué es eso. Para cochar, primero tienes que saber atracar. Le pones, acá, un besillo dos a la morrixa. De rato le besas el cuello. Eso las pone cachonditas. Le agarras las chichis pero sin que les duela. Tú no te agüites por eso. Al cabo la Lily ni tiene todavía. Le tienes que meter el dedo en la torta. Si no haces eso, no cochas. Cochar es lo último. Bien fácil. Nomás le metes el pito y ya se hizo. Por atrás también se vale.
─ Irelo, irelo. ¿Y tú cómo sabes tanto?
─ Ya ves que mi jefa me manda ayudarle a barrer a la Lluvia. Mi jefa le tira paro porque dice que quedó media loca desde se murió su vato. Ya no limpiaba ni hacía nada. Cada que voy me platica un resto de cosas. La morra dice que estoy bien bonito y que la chingada. Al principio me sacaba de onda porque ella es más ruca que mi carnala la mayor. Ya tiene como 32 años. Pero dice que le gustan los niños bonitos como yo.
Pasaron años para que nos enteráramos que el esposo de Lluvia se había suicidado. No superó su depresión después de que la vio haciéndole sexo oral al hermano menor de él. Un chico de trece años. El primer hijo de Vicente se iba a llamar Rigoberto, como su abuelo. Vicente tenía 15 años y Lluvia, 35. Ella dice que tuvo un sangrado. El pobre chavo no se logró. Cuando me enteré del historial de Lluvia, pensé que el destino le había hecho un favor al pobre morro.
Si daban las 7 de la noche y Vicente no se asomaba por nuestra cuadra, eso quería decir que Lluvia se había puesto necia y yo tenía que ir a rescatarlo. Agarraba mi bicicleta y pedaleaba cuatro calles al poniente. Le chiflaba y él se desafanaba diciendo que su mamá me había mandado buscarlo. Mentira. En nuestras casas rara vez se enteraban de lo que hacíamos.
Enfrente de con Lluvia vivía El Filos. Un vato muy amable. Había sido cholo. Había sido líder de una pandilla que se hacía llamar los Pobres Trece. Hizo mucho desmadre. Estuvo encerrado dos veces. Una en un centro de rehabilitación y otra, en la cárcel por vender drogas. Ante todos ya era un hombre de bien. Completamente reformado. Puso un taller mecánico que atendía su cuñado, en la calzada, por la entrada al barrio. Después puso una miscelánea en su casa. Un magnate del arrabal. Lo conocí cuando Vicente se tardaba en salir. Yo me ponía a jugar en una de las máquinas “electro poing” que El Filos tenía en la miscelánea.
─ ¿Y luego qué, mi chavo? ¿Se quiere ganar cinco fierros? ─ me preguntó El Filos.
─ Simón ¿Pa’ qué soy bueno?
─ Mire, ahí en la troca están unas cajas de huevo. Son como diez. Bájelas y póngalas ai en el estante. Nomás no me los rompa porque los 5 varos me los va a deber usté a mí.
─ Oiga mai. ¿No quiere que le dé una barridilla ahí a la banqueta pa que sean los diez? ─ Le propuse y me vio con una mirada, que ahora reconozco como empatía.
─ Te voy a dar diez y una coca de $ 2.50 pero también acomodas la fruta en su lugar. Sin mallugarla mijo.
Para cuando terminé, Vicente me estaba esperando, jugando maquinitas. Un mes después, yo ya era el chalán oficial del Filos. Todos los días, ya de noche llegaba un cholo. Nomás de verlo me daba miedo. Estaba todo tatuado. Tenía la mirada de loco. Cara de mariguano. Siempre llegaba con un sobre y salía con otro. A veces El Filos empezaba a discutir con él. A mí me decía que me saliera. Al rato, yo nomás me daba cuenta que iban a empezar con los dimes y diretes, y yo solo me salía a barrer o hacer cualquier cosa.
Lo que sea de cada quién, a mí El Filos siempre me trató bien. Me tenía mucha ley. Yo lo fastidiaba preguntándole cosas de cuando estuvo en la cárcel, o que me contara qué se sentía estar drogado, que si los tatuajes dolían mucho. Siempre condescendiente en sus respuestas. Me gané su confianza. Empezamos a ser una especie de familia. El Filos vivía en unión libre con su mujer. Claudia. Me quería mucho. Ellos fueron los primeros en ir a verme al hospital. Llevaron a Vicente.
Me corrieron del Colegio La Paz poquito antes de que terminara el ciclo escolar. Ya me traían en jabón. Yo era respondón y peleonero. Les levantaba la falda a las niñas. No me soportaban. Una vez la madre superiora de no sé dónde madres, una especie de coordinadora de colegios, fue de visita a donde yo estudiaba. Una inspección de mochilas. En la mía encontraron un walkman; dos cassettes: IV de Cypress Hill (que les causó espanto por su portada de calaveras) y ¿Dónde Jugarán las Niñas? de Molotov, “esos que acaban de salir y que dicen puras majaderías”; una navaja que en realidad era un cuchillo con cinta de aislar en lugar de mango. Yo la había “construido”. Mi jefa a cada rato se retrasaba en la colegiatura, así que ese mismo día fui expulsado del colegio. De cualquier modo iba a reprobar año, dijeron.
CUATRO
Nada más me acuerdo de la Yadira pegándome como vato. A puño cerrado. Andaba bien cruzadota de pastas y pisto. Me fui a esconder al patio. Me alcanzó y me aventó una cafetera. El cristal se rompió contra mi cabeza. Desperté en el hospital. Dos doctores y dos enfermeras amigos de mi mamá. Me preguntaban cosas para saber los golpes me habían afectado la memoria. No fue el caso. Me dijeron que mi madre les contó que yo siempre me salía y me juntaba con gente que andaba mal. Decidieron comprar la historia. Supongo que para no meterse en líos. La versión oficial era que me encontró todo golpeado a media cuadra de la casa. Según ellos, dos vecinas me vieron y fueron a avisarle. Ella estaba dormida en urgencias. Le habían aplicado algún sedante por una crisis nerviosa.
Cuando llegaron Claudia, El Filos y Vicente, les dije que no me acordaba de nada. Supe que no me creyeron pero no me sacaron de lo mismo. A las dos semanas regresé a jalar a la tienda del Filos. No me dejaron hacer nada. El Filos cerró temprano y me invitó a pasar a la casa. Claudia me hizo un pastel de carne. Uno de los recuerdos más vívidos en mi paladar. Ese día no se habló ni de la putiza ni del hospital. Invitaron a Vicente. Antes de cenar, llegó una señora de cabello rizado, completamente encanecido, Mirada intensa. Era madre de Claudia. Me hacía preguntas extrañas. Preguntó mi fecha de nacimiento, que si me acordaba de mis sueños, que si me sabía la fecha de cumpleaños de mi mamá. Le decía cosas bien raras a su yerno. Que si él y yo ya nos conocíamos de otras vidas. Que si le tocaba ser mi guardián.
─ Tienes un aura muy especial. Caíste al infierno pero antes fuiste bueno. Eres un alma muy vieja. Los demonios se pelean por ti. Haz que tu luz brille. Te voy a regalar este talismán. ─ Pinche vieja mafufa.
El Filos sacó un billete de 200 y me lo dio. Me dijo que no me metiera en broncas y que le diera la mitad a Vicente. Al siguiente día nos fuimos al Bosque Venustiano Carranza. Invitamos a la Suhey y a la Angy. Eran hermanas, con una diferencia de edad casi idéntica a la que había entre Vicente y yo. Él me contó que el Filos lo había invitado a trabajar también.
Los domingos a las seis de la mañana, El Filos pasaba por Vicente y después por mí. Nos llevaba a un tianguis. Nos dejaba acomodando la merca: estéreos, teles, nintendos viejos, cualquier cantidad de aparatos. Todos robados. Su primo, que ya tenía unos 20 años, era el que hacía las cuentas. Una hora después, regresaba El Filos con gorditas o menudo. A veces se quedaba a desayunar con otros. Siempre vendíamos mucho. Yo daba ternura porque me veía bien morrillo todavía. El Vicente ya estaba dando el cambiazo. Siempre fue muy carita. Muchas señoras y muchachas se acercaban a preguntar y comprar. Las ventas eran buenas.
Cuando Vicente se fue a San Luis Potosí, yo le sabía a los bisnes del Filos. Ya sabía que su cuñado no solo hacía cuentas. Aunque el negocio de los aparatos chuecos, dejaba lana, lo mero bueno era la venta de marihuana. Para cuando cumplí los doce, veía con naturalidad el hecho de que llegaran a conectar con nosotros. A veces yo mismo despachaba. A pesar de que no era mi barrio, yo era intocable. Todo mundo nos respetaba. Los malandros nos saludaban. Había gente que nos mandaba comida. Cuando el Filos estaba, hasta le mandaban sus caguamas. Con el tiempo fui entiendo lo que implicaba el respeto en el barrio.
Un día me quedé en el barrio después de recoger nuestro puesto del tianguis. Me habían invitado a cotorrear. Yo ya les tomaba a las caguamas que llegaban mientras trabajábamos.
─ Sobres, mi Mau. Dale un llegue. Nomás pa’ que te guaches la calidad de lo que ustedes venden. Pinche Filos está bien pesao. ─
Tosí tanto, que sentí que iba a vomitar los pulmones. Eso era mucho más denso que el tabaco. Pero cuando se me pasó la regañona. Experimenté una de las sensaciones más increíbles que jamás hubiera imaginado. Fue algo hermoso. Como estar nadando desnudo en el océano de mi propia mente. Todo tenía un eco. Todo tenía un revés. Los pensamientos le hacían el amor a mi cerebro. Mis brazos, pesados. Entendí por qué la raza la compraba con tanta frecuencia. Para mí era gratis. Esperaba los domingos con ansias. Mi vida era perfecta. No importaba lo que pasara entre semana. Mi mejor amiga estaría en mis labios cada domingo. Como fiel evangelio. Cada vez con una nueva enseñanza.
Con el tiempo y con la maría, le fui perdiendo el miedo a las drogas de verdad. Porque nunca consideré a la motita como una droga en toda la extensión de la palabra. Esa era otra cosa. Diosito la puso en la tierra. Era natural como las flores. Si era la droga de Dios, no era malo y a lo mejor ni era droga. Con el tiempo y la maría, se fueron los prejuicios. Siempre me ofrecían un monazo de resistol. Siempre me negaba. Un domingo fui yo quien lo pidió. Cuando se es de carne y hueso, no se le califica al sexo sucio como nauseabundo. Nauseabunda sería la abstención, la ausencia de pasión en la existencia. El sexo ha de ser sucio. Con todo y sus olores. El ritual de beber algunos de los fluidos corporales. La lengua con sabor a sudor ajeno. Saliva en el cuello, en los oblicuos. El oxígeno envuelto en densidad. Casi como si la respiración, el aire tomara forma, un cuerpo propio. Aire caliente que se reparte en dos, que se construye entre dos. Se habla poco de los detalles que pasan en ese momento, pero todo mundo tiene recuerdos envolventes, encuentros frecuentes, cada vez más. Aunque el placer parezca breve, no lo es. Ese demonio deposita de su boca, el veneno hecho líquido, en forma de recuerdos. Igualito pasa con el chemo. Pero en un trip individualista. Estaba a punto de terminar la telesecundaria. Ya no me faltaba tanto barrio.
CINCO
Qué lástima me da la gente que le tiene miedo a la loquera. Si todos estamos locos. Nomás hay que elegir de qué lado quieres estar. Si quieres que la vida se te vaya en la hipocresía de las costumbres aprobadas o si quieres vivir con onda. Ver el mundo tal y como es: distorsionado. Todos somos hijos del caos o todos hemos quedado huérfanos. Somos los hijos que quizá algún dios vomitó. Y si nosotros inventamos ese dios, nuestra naturaleza es vomitarnos. La única salvación es comerse la esencia propia del averno. Consumirla hasta volverse inmune. Beber las propias lágrimas. La vida igual duele. “Porque la vida nos mata”, dice un buen amigo mio. Por eso hay que enrollarla en papel o vaciarla en una bolsa. Polvo somos. Esas cosas tienen que entrar en el cuerpo para que el alma reconozca que este plano no es más que un infierno en miniatura. El infierno está detrás de todas las cosas. Esta es la forma de superarlo. Entonces somos capaces de rebasar el mal. Nadie puede ser juzgado por la forma en que decide soñar o despertar.
La calle es andrógina. No sabes si es vieja o vato. Porque todo parece simple y directo, como cuando se nace hombre. Pero también, puede llegar a ser cambiante. Un día te seduce y al siguiente, te da la espalda así, sin más. Igual que la mujer, la calle no olvida. No sabes si es hombre o mujer, como aquella especie feto erguido, de menos 50 kilos que llegaba todos los días a la casa de la Veintiuno. El otro punto del Filos. Tenía el cabello un poco largo y facciones engañosas. Era el espíritu de la calle, tomando una forma humanoide. Siempre me saludaba alzando la mano derecha. No habíamos cruzado palabra, no se había prestado la ocasión.
Una tarde, me tocó quedarme solo en el changarro unas dos horas. Se apareció La Muerte, así le decían al junkie de aspecto asexuado. Con una voz tan andrógina como el resto de su ser, me pidió una bolsita de a treinta. Le pedí el dinero y sacó 15 pesos.
─ No se arma, pareja ─ Advertí.
Con un movimiento rápido, llevó mi mano a su entrepierna. Era vato. Bastó un puñetazo en la quijada para derribar ese pobre costal de huesos. Se levantó gritando y haciendo pedo. Salió corriendo. La calle y la muerte. La Muerte. Un día es algo que solo se ve de lejos. A distancia, puede parecer amable. Basta un acercamiento para que paradójicamente te desconozca y te traicione. La calle, la mujer y la muerte. Es la loquera, es el barrio. El espíritu del mundo arde en llamas como el de sus habitantes.
El Filos y su primo regresaron minutos después. Les conté del incidente.
─ A toda madre, mi Mau. Serán quince pinches pesos pero la neta, no podemos dejar que nos chinguen. ¿Eda primo? En corto van a andar diciendo que somos culos y vamos a tener a todo el barrio encima queriéndonos meter la riata. Te voy a pasar una fusca corta cuando vengas. Nomás pa’ que te sientas seguro, mijo. Casi siempre se usa nomás pa’ pararle el pedo a los latosos. Pero de mientras, te ganaste tu propina, guacha, loco. ─ El Filos se veía contento.
La propina. La primera vez que vi mil pesos juntos para mí. Y lo mejor: El Filos sacó una bolsa de cois de las de a diez gramos. Formó cuatro líneas de polvo. Sacó un billete de 20 pesos del bolsillo de su camisa tumbada de cuadros. Ese wey se saca billetes hasta del culo. Pensaba yo. Él inhaló las primeras dos líneas. Acto seguido, arrugó la nariz y los chapetes se le pusieron rojos. El vato era güero y se ponía rojo hasta por hacer gestos.
─ Ahora vas tú, morro. Se le jala pa’ dentro, no pa’ fuera. Si me la desparrama le meto un pinche coscorrón. ─ A mí me traicionó la respiración.
─ ¡Ora wey! ─ Refunfuñé. Si no hubiera sido mi carnal (y mi patrón), le hubiera respondido con un vergazo en el hocico.
─ ¿Pos pa’ qué la tira, baboso? Te voy a hacer otra pero sin apendejarse, loco. Te vas a sentir a toda madre.
Se me olvidó el coscorrón. Cuatro horas y una que otra línea después, El Filos estaba cagado de risa porque yo tenía la quijada toda trabada. Me pasó como cuando conocí a la Adriana. De esas veces que la atracción y el miedo son del mismo tamaño. Pensaba, a esta madre le voy a poner pero acá retirado. Nomás cuando haya un reventón en grande. Palabra de junkie.
Continuará… (Poniéndole)
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