De pronto alguien se planta en frente de ti. Te apunta con una pistola. Sin decir una sola palabra entiendes de qué se trata. Te quedas callado y levantas las manos en son de paz. Él mueve la cabeza negativamente y con la barbilla apunta a tu mochila. Adentro llevas los lentes para trabajar frente a la computadora y los archivos de toda la semana en una USB. El dinero no te importa, no lo guardas allí. Además, no llevarás más de doscientos pesos encima. El tipo se impacienta. Mueve la pistola, como si intentara decirte que te apresures, que se la entregues. Tú le explicas que allí no llevas nada de valor. Que sólo son artículos de trabajo. Su semblante cambia: luce nervioso. Comprendes que es un novato. Sacas un billete de cien pesos de uno de tus bolsillos. Le dices que es todo lo que llevas encima. Apunta con la barbilla y la pistola a la mochila. Se desespera. Le extiendes el billete de cien pesos. Le dices que andas en las mismas que él. Es obvio que la ropa, el peinado y los olores no son “las mismas”. Él pierde los estribos. Y una bala. Y sueltas el billete. Él se agacha y lo toma. Sale corriendo. Presionas con las manos tu vientre. Tus manos no detendrán nada, lo sabes, no coagularán nada. Comenzarás a vaciarte mientras caminas en sentido contrario a él. Y piensas en que el tipo no dijo ni una sola palabra. En ningún momento, ni una sola palabra. ¿Sería mudo?
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