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31 mayo, / Nadia Muela

¿Quién se las lleva? Parte II

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Nadia Muela

Ya no estudié, no había dinero. Todos teníamos que trabajar en algo para ayudarle a mi papá con el gasto. No había de otra. A veces no teníamos ni qué comer, no había con qué alimentar nuestros cuerpos, y la rabia, el miedo y la impotencia tampoco nos ayudaban a alimentar nuestros espíritus. Vivíamos en una sociedad a la que le conmovía que tal o cual artista se divorciara o cortara con su pareja, pero le daba igual que cinco hermanos perdieran a su madre.

Aún no sabía, y nadie me decía quién chingados se llevaba a las mujeres.

Veía con rabia a esas chicas de la televisión. Flacas escuálidas, todas operadas y gastando chingos de lana en cosas sin sentido, en ropa que yo jamás podré vestir, en bolsas que nunca podré cargar y en carros que, bueno, sobra decir que pocas veces me había subido a uno. Las odiaba.  Ellas, flacas sin sabor, no comían por que no querían; yo no comía porque no tenía.

Así pasaron cuatro años, me hice una mujer, bonita, a secas, como todas. Sin estudios, sin madre, sin seguridad, sin dinero, sin valor como persona, sin algo qué comer. Salía todas las mañanas antes de que el sol iluminara nuestras casitas pintadas de color pistache, rosa, azul cielo y blanco, antes de que los primeros rayitos naranjas despertaran a quienes dormían, para hacerles ver que el sueño se había acabado y tenían que volver a la realidad de las calles de terracería, el trabajo duro por un pago miserable, el desprecio de los ricachones y la indiferencia de todo un país.
Caminaba diez cuadras para agarrar el camión que me llevaba a la maquila. A veces me topaba con la Gladys, una muchacha gordita, bastante más chaparrita que yo, muy poco agraciada en sí, pero de unos sentimientos  muy bonitos. Llegaba al enorme búnker donde fabricábamos pantalones de mezclilla, mismos que se llevaban al otro lado y regresaban a México para venderse en las tiendas, ya con marca y toda la cosa.
Trabajaba todo el santo día. A la una era mi hora de descanso, me ponía a cotorrear con las muchachas que trabajaban conmigo. Los temas de conversación variaban, pero siempre había uno que tomábamos una y otra vez: alguien se había llevado a otra mujer y la había asesinado.


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Teníamos miedo, y con ese temor volvíamos a trabajar hasta que daban las diez. Exhaustas, regresábamos a nuestras casas, rezándole a Diosito y a la virgen de Guadalupe que no me llevaran. Cada hombre que andaba por ahí era un sospechoso. Hay  un monstruo que no tiene cara, ni nombre,  ni siquiera una descripción, pero que anda suelto y al acecho.

Ese día, regresaba a mi casa con Gladys, íbamos platicando y chachalaqueando como si nada. No nos importó que fuera de noche, ni nos acordamos de todas esas historias de mujeres que regresan a sus casas y de repente un carro se para, las suben y se las llevan nomás pa’ matarlas. Nada de eso impidió que anduviéramos por la calle pegando tremendas carcajadas a la mitad de la calle oscura, el gobierno ni siquiera había pensado en ponernos postes de luz como en las colonias fresonas. Ahí, a la mitad de la nada, con los zapatos llenos de tierra, con los peinados deshechos por haber estado todo el día entre el calor, el ajetreo y la chamba. De repente un carro encendió sus luces y nos siguió lento, en ese momento las carcajadas enmudecieron, como si el motor del auto las tragara y no las dejara salir; nuestros rostros dejaron de abrir los labios para platicar y ahora abrieron los ojos, teníamos mucho miedo.

Actuábamos como si nada, como si todo. Caminábamos con un paso más de prisa, y fuimos aumentando el ritmo, cuando nos dimos cuenta ya estábamos corriendo por nuestras vidas. Tiramos lo que traíamos, las bolsas de pan que llevábamos para que nuestras familias cenaran se quedaron a la mitad de la calle. Las conchitas, los marranitos y los moños que tanto les gustan a mis hermanos, se desparramaron y quedaron llenos de tierra. Corrimos, lo más rápido que pudimos, en cada paso veía algún cuadro de mi miserable vida, cada metro avanzado representaba lo pequeño que era mi mundo, tan pequeño que mi hora había llegado: me iban a llevar así como se llevaron a mi madre.

Todo fue en vano. El mueble nos cerró el paso, me sentí increíblemente asustada, pero por fin iba a saber quién se lleva a las mujeres, me lo había preguntado toda la vida y aquí estaba la respuesta, sólo que no podía decírsela a nadie. Del coche bajaron tres pelados, todos vestidos con pantalones de mezclilla, camisas, botas y sombrero. Nos sujetaron, el más alto me agarró a mí, me metió al carro. Yo sólo oía los gritos de la Gladys, me gritaba, y gritaba pidiendo ayuda, pero nadie la iba a escuchar. Estábamos solas.

:- “tons ¿qué? ¿Nos las echamos “d’unavez” o ya se las llevamos a aquel cabrón?
:- pos ya estamos aquí güey.

Gladys era más fuerte que yo, yo creo por eso dos cabrones la sujetaron. A mí sólo uno. Me golpeó hasta que se cansó. Me quitó la ropa, me humilló, me mordió los pezones, y me seguía pegando. Se trepó encima y sentí un dolor horrible, inmenso, el sólo se movía, y yo veía su cara, y luego veía el cielo por la ventana, estaba oscuro, lleno de estrellas. Había perdido todas las esperanzas, iba a morir ahí, hoy, ya nunca más iba a ver a nadie de los míos, nunca más iba a ver el cielo, jamás iba a volver a ver las estrellas, ni el sol, ni las nubes, ya nunca iba a poder subirme a un avión, ni casarme. Iba a aparecer muerta por ahí, si bien me iba, después de un mes.

Mientras pasaba todo eso por mi mente, mientras él me seguía golpeando, me seguía violando, tenía los ojos fijos en la ventana, y pasó una estrella fugaz. Pedí con toda mi alma un deseo, que todo terminara pronto.

El tipo terminó, y se salió del auto para acomodarse la camisa y el pantalón.

 

“Es ahora o NUNCA” pensé. Me deslicé un poco hacia afuera, le di una patada en los huevos  y corrí, corrí lo más rápido que pude. Dejaba a mi amiga sola y desamparada, la iba a dejar morir ahí. Creí que iba a ser inútil y me iban a alcanzar, no quise voltear atrás, oí que decían algo como que me dejaran ir, que al cabo no me quedaba mucho, que otro día iban a venir por mí. No recuerdo lo que ví, lo que sentí, o lo que pasó después. Sólo recuerdo que llegué a mi casa y fue como sumergirme en un río de agua helada. Mi padre me vió y se quedó frío, no es muy normal que tu hija llegue toda encuerada y llena de sangre a la casa. Tenía piedras clavadas en los pies, tenía una mezcla asquerosa entre sangre y tierra por todo el cuerpo. Sudor, lágrimas, adrenalina, había visto el rostro de la mismísima muerte esta noche, ya sabía quién se llevaba a las mujeres.

No pude dormir, no pude salir de mi casa en semanas. Teníamos hambre, pero también teníamos miedo, rabia, e impotencia. Me la pasaba viendo la tele. Me llenaba de rabia ver las noticias, Gladys no estaba ahí. Gladys no aparecía, no hacía comerciales, nadie le hizo un homenaje con flores ni moños negros ¡nadie ni siquiera la buscó! Veía a las mujeres de la tele, bien frescas las güeyas, me daba un no sé qué en el pecho ¿Qué saben ellas de la vida si están a toda madre en un estudio de televisión? Ellas no saben lo que es vivir en esta pinche ciudad, no saben lo que es trabajar para vivir y que la vida se te vaya en la maquila. Saben lo que es tener hambre porque ellas quieren ser unas pinches flacas asquerosas, pero no saben lo que es no comer porque no hay ni un pan en tu casa y no puedes salir a conseguirlo porque te van a matar.

De vez en cuando, hablaban de “las muertas” en la tele, hacían series que duraban un mes y la gente lloraba con el final, pero luego seguían con sus vidas como si nada hubiera pasado y como si todo se tratara de una historia inventada. No somos títeres, no somos personajes, somos mujeres reales, y mi amiga está desaparecida, y lo peor es que yo la dejé ahí, sola.

Pasó un mes, dos, tres, cuatro, y Gladys apareció. La encontraron con la cara hacia el suelo, completa, pero desnuda. Sin dignidad, sin alma y sin vida. Tenía los ojos morados de tanto golpe, los labios reventados, la nariz rota, el cuello lleno de moretones. Sólo tenía un pecho, y no tenía pezón. Las marcas de mordidas estaban en sus piernas, y sus pies estaban quemados.  Era mi culpa.

Yo había visto quienes se la habían llevado, sabía cómo era su mueble, sabía cómo eran ellos y cómo hablaban. Después de pensarlo mucho, salí de mi casa. Era bien chido poder ver el cielo otra vez, sentir el sol que quemaba mi piel morena y calentaba mi cabeza negra, era espectacular sentir el viento, y después pensé en mi amiga, y en las otras cientos de mujeres que tuvieron la misma suerte que ella, en mi mamá. Pensé en ellas que ya no pueden sentir nada, y que murieron sintiendo de todo.

Caminaba por las calles y recordaba los anuncios de la tele que decían “denuncia”, “si ves algo sospechoso, avísale a las autoridades”. Había visto un capítulo en Lo que callamos las mujeres, en el que una muchacha iba a la policía y describía a los matones, al final los agarraban y todos quedaban felices. Eso quería yo, ser feliz.

Llegué a la policía. Había una muchacha en la entrada, no parecía mucho más grande que yo, y era obvio que era nueva en ese trabajo. Llegué con ella, y le hablé con una voz fuerte, pero temerosa a la vez.

-: “Vengo a hacer una denuncia”
-: “¿Denuncia de qué?”
-: “Yo sé quién se lleva a las mujeres, sé quién mató a la chica que encontraron hace una semana”

La muchacha enmudeció. Casi tartamudeaba cuando le llamó a alguien por teléfono. Tenía miedo, ella y yo éramos iguales, éramos mujeres, obreras, jóvenes e ignoradas.

Llegó casi de inmediato un policía, un tipo bajo, moreno y gordo que traía el uniforme sucio. Me pidió que lo acompañara mientras se dirigía hacia una oficina apartada de todo. Abrió la puerta, me dijo que me sentara y esperara.  Sentía mucho alivio al hacer lo correcto. Quizá por fin iba a parar toda esta masacre, quizá yo iba a marcar la diferencia y hacer que ninguna otra chica como yo tuviera que rogarle un milagro a las estrellas, mientras algún pelado la está violando. Mi mamá estaría orgullosa de mí, Gladys lo estaría, todas las mujeres que desaparecieron y abandonaron a sus hijos, esposos y padres lo merecen, sus familias lo merecen, yo lo merezco.

La puerta se abrió detrás de mí, entró un hombre alto, con uniforme de policía, igual al del oficial que me trajo aquí, con la pequeña diferencia de que este atuendo  estaba perfectamente acomodado e impecable. Se sentó frente a mí y me miró directamente a los ojos. Había algo familiar en su mirada, había algo que yo conocía pero no sabía con exactitud qué.

-: “Me dicen que quiere hacer una denuncia, señorita”

Me quedé helada al escuchar su voz. Era él. Era el sujeto al que yo había pateado, y del que había escapado, era el cabrón que me había violado, golpeado y humillado. Era él, vestido de policía. Era una contradicción ¿cómo podía ser que la misma gente que me cuida es la gente que está poco a poco acabando con nosotras? ¿Es uno de esos sueños bien cabrones de los que una quiere despertar y nomás no puede? Me pellizqué la muñeca derecha para corroborarlo, y me dolió, pero no más de lo que me dolía mi vida ¿En qué mundo enfermo vivo?

-: “Así que, tu sabes quién mató a la gordita.”

Me quedé callada, sólo acerté a bajar la mirada mientras pensaba qué hacer. Era mi fin. No saldría de esa oficina, al menos no viva.

Mi nombre no te lo dije, pero lo puedes leer en todas y cada una de las cruces que pintan de rosa los desiertos de Ciudad Juárez, Chihuahua. Me llamo María, Lupita, Sandra, Gloria, Leticia, Angélica, Alma, Teresa, Cristina, Jessica, Tania, Karina, Novia, Amor, Esposa, Tía, Mamá, Hija.

Si es que hay alguien en el cielo que te da la oportunidad de pedir deseos cuando deja pasar a una estrella fugaz, ese alguien me mintió, me falló o simplemente es uno de ellos. Mi historia no es tan singular, no es un caso aislado, y para ti que estás leyendo, esto es sólo un cuento… ¿cuántas muertas son suficientes?

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